El resplandor de nuestros cuerpos resucitados

Publicado por Joaquín Yebra en

2ª Corintios 5:1-4.

En el texto que acabamos de leer, el apóstol Pablo explica que nuestro cuerpo actual es un cuerpo de humillación, una pobre tienda de campaña envejecida, que al compararla con el cuerpo de resurrección, nos muestra el contraste entre una choza y un palacio radiante y glorioso.

El profeta Daniel ya lo había declarado en la antigüedad:

«Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad.» (Daniel 12:3).

Todas las promesas hechas por el Señor en este sentido son hermosísimas…

Dice Jesús en Mateo 13:43:

«Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír, oiga.»

Pablo nos lo recuerda en su Carta a los Filipenses:

«Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.» (Filipenses 3:20-21).

Hermanos, seremos un día semejantes al cuerpo de la gloria del Señor…

Recordemos la gloria del Bendito:

«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos.»

(Marcos 9:2-3).

Mateo no compara la blancura de la gloria del Señor con la nieve, como hace Marcos, sino con la luz:

«Y se transfiguró Jesús delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz.» (Mateo 17:2).

El profeta Isaías también habló de la gloria del cuerpo de la resurrección empleando la figura del rocío:

«Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo! Porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos.» (Isaías 26:19).

Luego, en las últimas páginas de la Biblia, en la visión que Juan recibe de Jesucristo glorificado, vuelve a aparecer la imagen de la gloria del Señor:

«Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.» (Apocalipsis 1:16).

Nuestro cuerpo actual, cuerpo animal, cuerpo de humillación, no es nada, en comparación con el cuerpo glorioso que el Señor tiene preparado para nosotros.

Y, sin embargo, y a pesar de sus muchas limitaciones, estos pobres cuerpos nuestros son templo del Espíritu Santo porque el Señor vino a morar en nosotros el día en que abrimos nuestro corazón a Jesucristo, recibiéndole como nuestro único Señor y Salvador personal.

Es verdad que hoy nos parece imposible que pueda ser así, por cuanto nuestra realidad aparente dista muchísimo de una visión…

Y, sin embargo, nadie podría creer que el roble secular pudo ser un día una simple bellota; que el fructífero manzano fuera un día una insignificante pepita; que un óvulo fecundado pudiera llegar a ser un ser humano capaz de tantas cosas.

Así también supera nuestra imaginación que podamos ser barro, es decir, polvo de estrellas, acariciado y besado por el Dios de amor que sopló el aliento de vida en la nariz de Adam.

Pero el Señor ha prometido que seremos semejantes a Él, y Él cumplirá su palabra… De eso podemos estar seguros.

Llevaremos su imagen, conforme a la promesa:

«Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.» (1ª Corintios 15:46-49).

Ese será el rasgo más glorioso de todos cuantos hemos sido redimidos por la sangre preciosa de Jesús de Nazaret: Seremos semejantes a Él:

«Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.» (Romanos 8:29).

Pero, hermanos, lo más importante para nuestras vidas hoy es que esa transformación que un día alcanzará a nuestros cuerpos, es una transformación que espiritualmente debe realizarse ya en nuestros días en la carne…

Esa conformidad con el cuerpo glorificado de Cristo Jesús, que culminará en el Gran Día de Dios, con la Segunda Venida de Cristo, es también un proceso que debe comenzar en este cuerpo nuestro actual y en esta tierra.

Por eso dice el apóstol Pablo a los Corintios:

«Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.» (2ª Corintios 4:6).

Ese resplandor de la faz de Jesucristo, el Rostro de Dios, en nuestros corazones, nos mueve a mirar a cara descubierta:

«Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.»

(2ª Corintios 3:18).

Y esto será así hasta el día en que en nosotros se cumplan las palabras reveladas a Juan para nuestra esperanza gozosa en certidumbre:

«Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.» (1ª Juan 3:2).

Un día nuestros cuerpos serán como la nieve blanca y deslumbradora; como la luz; como el rocío transparente; como las estrellas y el resplandor del firmamento; como el sol cuando resplandece en su fuerza;

como el mismo Señor Jesucristo en la luz de su gloria…

Hasta ese día, «renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente –con los ojos puestos en Jesús, el autor y consumador de la fe–

aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.» (Tito 2:12-14).

Amén.

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