La santa provocación del milagro divino

Publicado por Joaquín Yebra en

TEXTOS: Marcos 8:10-13; Mateo 12:38-40.

Todo el texto de los Evangelios está repleto de actos poderosos del Señor…

Jesús multiplica las señales, prodigios y milagros:

Jesús da vista a los ciegos, pone en pie a los paralíticos, restaura las manos y pies de los tullidos, limpia a los leprosos, libera a los endemoniados, abre los oídos de los sordos, convierte el agua en vino, multiplica panes y peces escasísimos, despierta a los muertos, llena de peces las redes, calma el viento y la tempestad, limpia a los leprosos, restaura la dignidad de las prostitutas y publicanos, y un largo etcétera de maravillas…

Cada una de estas señales prodigiosos fue un anticipo de la extraordinaria magnificencia del reino de Dios.

Esa es la esencia del milagro: Un signo anticipado de la plenitud del reinado del Señor.

Y, sin embargo, al mismo tiempo parece como si Jesús fuera un verdadero enemigo de los milagros, cuando éstos hacen a los hombres perder de vista el propósito de su venida…

Porque no debemos olvidar que Jesús vino para buscar y salvar lo que se había perdido; es decir, a los hombres, a la humanidad.

Por eso es que Jesús evitó siempre el sensacionalismo espectacular, la búsqueda de fama en el sentido mundano del término.

Los milagros de Jesús son discretos, incluso aquellos que realizó ante grandes multitudes.

No hay extravagancias ni excentricidades en los milagros y prodigios de nuestro bendito Salvador.

El signo característico de los milagros de Jesús es el cariño, la ternura, la cercanía, la intimidad, la discreción…

Por eso es que la búsqueda obsesiva de los milagros no sólo no es una señal de fe, sino, más bien, una característica de falta de fe, por cuanto los buscadores de milagros suelen ser quienes no han comprendido que la fe es la que provoca el milagro, y no al revés.

Estos son quienes buscan el poder del Espíritu Santo, o sus dones, o sus actos prodigiosos, pero realmente no tienen interés por su persona.

Es más, yo me atrevería a afirmar que los buscadores de milagros suelen ser personas pocos estables, emocionalmente hablando…

Les gustaría que el Señor dejara boquiabiertos, estupefactos y hundidos a todos sus opositores y contradictores, y que el Señor lo hiciera a base de un aluvión de milagros y prodigios…

Les gustaría que el Señor no respetara la libertad de conciencia con que nos ha dotado, y que los milagros fueran pruebas contundentes que obligaran a los incrédulos a convertirse en creyentes.

Pero quienes piensan de ese modo, ignoran o no saben que ese no ha sido, ni es, ni será el estilo de nuestro Señor y Salvador, como dan inequívoco testimonio las Sagradas Escrituras.

Sin embargo, y para decir toda la verdad, hemos de reconocer que en el otro extremo de la balanza se encuentran aquellos que no esperan el milagro del Señor…

O aquellos que en su escepticismo limitan la soberanía de Dios a la época apostólica, como si el Señor no fuera el mismo ayer, y hoy y por los siglos de los siglos…

Como si nuestro racionalismo fuese un impedimento para que Dios siga siendo Dios…

Como si el Señor se hubiera olvidado de su pueblo…

Como si el Amado tuviera que pedirles a ellos permiso para la conveniencia de un milagro o prodigio a la carta…

Como si el Señor tuviese que ajustarse a los esquemas de las teologías sistemáticos de los hombres…

Por eso es que Jesús le dice a Tomás: «Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.» (Juan 20:29).

Por eso es que también vemos a Jesús como resistiéndose a realizar milagros; como si, de alguna manera, los milagros y señales, la mayoría de las veces, se los sacasen los hombres; como si se los «robasen», por así decirlo.

Esto acontece particularmente ante la miseria y el sufrimiento de los hombres, hasta el punto de que no resulte necesario que siquiera tengan que pedirle nada…

Recordemos a la viuda de Naín:

«Aconteció después, que él (Jesús) iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, e aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre.» (Lucas 7:11-15).

No hay petición explícita para que intervenga…

El Maestro es movido a misericordia…

Y lo mismo acontece ante muchos con cuerpos enfermos, debilitados y tullidos.

En otras ocasiones, el Señor no se puede resistir ante la fe sencilla de quienes van a su encuentro para interceder por otros:

«Saliendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón. Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región clamaba diciéndole: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Pero Jesús no le respondió palabra. Entonces acercándose sus discípulos, le rogaron, diciendo: Despídela, pues da voces tras nosotros. Él respondiendo, dijo: No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Ella entonces vino y se postró ante él, diciendo: ¡Señor, socórreme! Respondiendo él, dijo: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos. Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora.» (Mateo 15:21-28).

Sin embargo, el Señor no está dispuesto a dar señal milagrosa en medio de la generación adúltera y pecadora:

«La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás.» (Mateo 12:39).

La demanda de señal es la señal -valga la redundancia- de la generación adúltera y pecadora, endurecida e impenitente.

En un extremo de la cuerda nos topamos con los cazadores de milagros, los que demandan constantemente señales y prodigios y maravillas…

En el otro extremo se encuentran quienes no quieren saber nada en absoluto de milagros, porque su «evangelio» es filosófico y racionalista…

Hasta el punto de sentirse avergonzados de los milagros, de los prodigios divinos, de todo lo sobrenatural, sobre lo que no pueden ejercer control o dominio…

De todo aquello de lo que se sienten incapaces de dar una explicación a sus amigos pseudo-intelectuales, generalmente como ellos mismos.

De manera que por un lado tenemos a los cazadores de milagros, los buscadores de señales, y en el otro extremo aquellos que no quieren saber nada de los milagros y prodigios de nuestro Señor.

Los unos, buscan los actos soberanos y prodigiosos de Dios para depositar en ellos su fe, en lugar de en el testimonio de las Sagradas Escrituras respecto a la fidelidad divina, mientras que los otros olvidan que el Señor es el incambiable, el inalterable, el insobornable hacedor de milagros y maravillas: El mismo ayer, y hoy y siempre.

Pero por encima de nuestras posturas y opiniones, Jesús nos ha advertido que la demanda de señales proviene de la generación adúltera y pecadora…

Adúltera, mala, impía y pecadora porque es indiferente al dolor humano, a las necesidades de los pequeños…

Generación malvada y adúltera porque no vive la misericordia, ni la generosidad ni la lealtad…

Esos son los que piden señales, porque no quieren ser señales ellos mismos…

Piden señales porque no quieren pagar el precio de serlo para otros mediante el amor y las obras buenas, para que los hombres glorifiquen al Padre…

Piden señales demandándolas porque ellos mismos no están dispuestos a ser milagros de pan y de amor, de cariño y ternura, de acogida y perdón…

Mientras tanto, otros se limitan a relatar los milagros de Jesús, pero no pueden contar los milagros del Señor a través de ellos porque no creen que Jesús es el mismo Señor ayer, y hoy y por los siglos.

Y, sin embargo, podemos estar plenamente seguros de que no existe un hombre, una mujer, que no anhele un milagro dentro de su corazón.

Seguramente que pocos estarán dispuestos a reconocerlo, incluso entre los que se llaman cristianos, pero la necesidad está ahí, bien presente, aunque frecuentemente oculta.

No existe una mujer o un hombre que no desee ser liberado de alguna atadura, despertado de algún sopor, que sus ojos sean abiertos, sus pasos enderezados, sus oídos abiertos, su amor re-encendido, su esperanza restaurada, o su único pan y pescado multiplicados…

No existe ningún ser humano que no tenga hambre y sed de experimentar milagros…

Pero pocos se percatan de que hay que reconocer que somos milagros, cada uno de nosotros, para poder ver esas señales y prodigios de parte del Señor.

Nuestra pecaminosa habilidad para enredar y complicar las cosas del Señor es el gran impedimento para vislumbrar el milagro como la llamada que se nos ha hecho de parte del Salvador.

Muchos han querido «hacer milagros», y se han sentido frustrados al comprobar que «no pasaba nada»…

Han pensado que los milagros estaban encerrados en una botella o en una lámpara, como en los cuentos orientales que leímos en nuestra infancia.

Vamos a ver más milagros genuinos de parte del Eterno cuando asumamos que nosotros mismos somos milagros…

Vamos a ver muchos milagros maravillosos cuando asumamos y nos gocemos ante las oportunidades gloriosas que el Señor pone cotidianamente delante de nosotros para que nosotros mismos seamos milagros…

Milagros de ayuda generosa, de socorro en la necesidad de muchos, de alegría para las penas y aburrimiento de tantos, de motivación para quienes han caído en la apatía, de instrucción para los ignorantes, de alivio para los cargados, de liberación para los cautivos y oprimidos, de estímulo ante la depresión, de generosidad ante el egoísmo, de afectos ante el desamor, de propósito ante las desidias, las abulias y todas las apatías y aburrimientos.

Mientras los cazadores de milagros y los proclamadores de su vigencia discuten entre sí, yo os propongo que afinemos nuestros oídos para escuchar la llamada del Señor, por cuanto los milagros son una vocación divina a la que Él nos invita a provocarle.

Vamos a ver muchos más milagros cuando nos asombremos ante el amanecer de cada día, como una repetición cotidiana de la separación de la luz y las tinieblas en el primer día de la creación…

Cuando nos asombremos ante la hierba del campo que alimenta a las bestias y a los hijos de los hombres…

Cuando veamos este mundo como un campo en el que abundan hombres y mujeres enfermos por las desilusiones y las decepciones…

Hambrientos de pan y amor y sonrisas…

Hambrientos y sedientos de la Buena Noticia del Amor de Dios en Cristo Jesús…

No podemos seguir viviendo sólo del recuerdo de los milagros de Jesucristo…

Hemos de contar con los nuestros, con los que Él quiere hacer a través del milagro de nuestra vida.

Amén.

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