La santidad, signo distintivo del pueblo de Dios

Publicado por Joaquín Yebra en

«Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.» (Hebreos 12:14).

Cuando Dios llama y aparta para Él, nos da un signo distintivo, absolutamente imposible para el hombre fuera de la gracia de Dios.

Ese signo es la santidad.

1) LA ELECCIÓN DE ISRAEL:

Cuando el Señor escogió a Israel, no fue porque fuera una gran nación:

«No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido el Señor y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto el Señor os amó.» (Deuteronomio 7:7).

«Porque tú eres pueblo santo para el Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra.» (Deuteronomio 7:6).

Más adelante, en el capítulo 16 de Ezequiel, se nos da una descripción del origen de Jerusalem, como figura emblemática del pueblo escogido por Dios, que no da pie a pensar en ningún atractivo cualesquiera:

«Así ha dicho el Señor sobre Jerusalem: Tu origen, tu nacimiento, es de la tierra de Canaán; tu padre fue amorreo, y tu madre hetea. Y en cuanto a tu nacimiento, el día que naciste no fue cortado tu ombligo, ni fuiste lavada con aguas para limpiarte, ni salada con sal, ni fuiste envuelta con fajas. No hubo ojo que se compadeciese de ti para hacerte algo de esto, teniendo de ti misericordia; sino que fuiste arrojada sobre la faz del campo, con menosprecio de tu vida, en el día en que naciste.» (Ezequiel 16:3-5).

La descripción que el Señor hace de Jerusalem y del pueblo no es de hermosura… No ha sido escogida por méritos propios o inherentes, sino por la sola gracia de Dios:

«Y yo pasé junto a ti -dice el Señor- y te vi sucia en tus sangres, y cuando estabas en tus sangres te dije: ¡Vive! Sí, te dije, cuando estabas en tus sangres: ¡Vive! Y te hice multiplicar como la hierba del campo; y creciste y te hiciste grande, y llegaste a ser muy hermosa.» (Ezequiel 16:6-7).

Para probar que Israel era propiedad de Dios, el Señor hizo un pacto, una alianza, con ellos:

«Conoce, pues, que el Señor tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones.» (Deuteronomio 7:9).

Y el mandamiento del Señor para su pueblo está sintetizado en Levítico 20:7: «Santificaos, pues, y sed santos, porque yo el Señor soy vuestro Dios.»

En otras palabras: «Apartaos para mí, porque míos sois.»

El distintivo del pueblo de Dios es su santidad, su pureza…

«Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles: Santos seréis, porque santo soy yo el Señor vuestro Dios.» (Levítico 19:2).

Los mandamientos, ordenanzas, preceptos y leyes que el Señor les da en Deuteronomio nos impresionan profundamente por causa de la gran solemnidad de las promesas entre Dios y los hijos de Israel.

Ahora bien, ¿Por qué incumplieron los israelitas el pacto con el Señor?

Básicamente por descubrir cómo eran los pueblos de su entorno, las naciones circunvecinas, y querer ser como ellas…

«Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones.»(1º Samuel 8:4-5).

Ignoraron las muchas veces que el Señor les había advertido que no siguieran el camino de las naciones:

«No harás con ellas alianza… No emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos.» (Deuteronomio 7:2-4).

Querer ser como los demás es la enfermedad que está llevando a muchos cristianos e iglesias en nuestros días hacia la ruina.

Sin embargo, el pueblo de Dios está llamado a ser un pueblo diferente.

Recordemos que cuando Dios visitó a su pueblo viniendo como Rey, mil quinientos años después, muchos le aceptaron como tal, aunque la mayoría de los judíos le rechazaron.

Los que le aceptaron permanecieron como remanente del pueblo de Dios…

Y el Señor, manteniendo su promesa al pueblo judío de que en un descendiente de Abraham serían bendecidas todas las naciones de la tierra, abrió la puerta a su pueblo escogido a todos cuantos aceptan al Señor Jesucristo como Señor y Mesías:

«En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz.» (Génesis 22:18).

«Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo.» (Gálatas 3:16).

Seamos gentiles o judíos, quienes entregan sus corazones a Jesús de Nazaret son el pueblo del Mesías de Dios, es decir, cristianos.

De modo que ahora el pueblo de Dios ya no lo es por causa de su nacionalidad, sino sobre el fundamento de su fe y confianza en el Señor Jesucristo: Ese es el Nuevo Pacto en la sangre del Señor.

2) LA SANTIDAD QUE DIOS ESPERA:

A pesar de ser un Nuevo Pacto, una Nueva Alianza, por el carácter perenne de Dios, el principio de la santidad permanece inalterado…

El Señor sigue demandando hoy lo mismo que antaño:

«No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor. Y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré. Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.» (2ª Corintios 6:14-18).

Las demandas de Dios no han cambiado…

Él quiere un pueblo diferente, claramente descrito por el Apóstol Pedro en su Primera Carta Universal:

«Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.» (1ª Pedro 2:9).

Los antiguos israelitas no cumplieron el Antiguo Pacto porque sus motivos no fueron altos…

Para muchos de ellos, las motivaciones para seguir al Señor fueron recibir beneficios materiales, alcanzar longevidad, crecimiento de sus cosechas y multiplicación de sus rebaños, y protección frente a sus enemigos.

Esos motivos, y otros semejantes, no son suficientemente altos como para mantener vivas en sus corazones las promesas hechas por el Señor.

En el Nuevo Pacto sólo cabe reconocer la nobleza excelsa del Señor bendito: Un Pacto basado en el amor incondicional del Señor:

«Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.» (Juan 15:13).

El Señor sabía que sus discípulos le amaríamos por la inmensidad del sacrificio que estaba a punto de realizar en nuestro favor…

Y que ese amor nos acercaría también los unos a los otros en un vínculo de amor mutuo y recíproco.

Ahí están los motivos para vivir en el Nuevo Pacto en su sangre…

Por amor al Señor, seríamos capaces de hacer cualquier sacrificio…

Y lo que es más: Por amor al Señor ningún sacrificio parecería serlo.

Preguntémonos cuán grande es nuestro amor al Señor…

¿Es suficientemente grande como para anhelar ser diferentes, separados, santos?

¿Hemos caído en la trampa de creer que la santidad es algo opcional?

Dice Jesús: «¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio.» (Mateo 23:26).

¡Qué fácil es obsesionarse con la santidad exterior!

Pero el Señor Jesús llama nuestra atención de la santidad exterior a la interior… Por cuanto la santidad exterior no es nada más que el resultado de la santidad interior… Ded lo contrario, es inútil e ineficaz…

Necesitamos limpiar primeramente lo de dentro del vaso y del plato…

Necesitamos dejar que el Señor limpie nuestra mente, nuestro corazón, nuestra conciencia:

«Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él.» (Proverbios 23:7).

Por eso Jesús enseñó que no es lo que entra por la boca del hombre lo que contamina al hombre, sino más bien lo que sale de su corazón es lo que nos contamina.

Por eso el apóstol Pablo nos dice en Filipenses 4:7 que «la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús.»

Si estás en Cristo Jesús es por la sola gracia de Dios, y por esa misma gracia podemos desprendernos de la vieja manera de pensar y de vivir, de la amargura y el temor:

«Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados.» (Hebreos 12:15).

«No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.» (Romanos 12:2).

«Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación.» (1ª Tesalonicenses 4:7).

No hay necesidad de desesperar ante la altura del llamamiento con que hemos sido llamados por el Señor… El Señor ha hecho provisión en favor de nuestra debilidad…

Recordemos el mensaje de los ángeles con ocasión del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo:

«Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.» (Mateo 1:21).

Esta no es sólo una promesa de salvación para los pecadores, sino una promesa para salvar a su pueblo de sus pecados… Te incluye a ti… Nos incluye a ti y a mí.

Pero, ¿cómo podemos vivir una vida de victoria, y predicar el Evangelio con poder, si nuestras mentes y nuestros corazones no están limpios y purificados?

¿Cómo podemos ser instrumentos útiles en las manos del Señor si sólo estamos ocupados en la limpieza exterior del vaso y del plato?

Muchos hombres cristianos han caído en la trampa mundana de creer que serán admirados y respetados por sus excelentes viviendas, por sus costosos automóviles, por sus elegantes atuendos…

Muchas mujeres cristianas han caído también en la trampa de creer que serán admiradas y respetadas por su ropa y sus joyas, su perfume y abalorios…

Pero la Santa Palabra de Dios sigue diciéndonos por pluma del apóstol Pablo al pastor Timoteo: «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda. Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad.» (1ª Timoteo 2:8-10).

No estoy abogando en favor de vestir a la usanza del pasado, ni prescindir de la elegancia y el buen gusto…

Pero sí estoy diciendo que podemos fácilmente caer en lo exterior, por exceso o por defecto, y olvidar que debemos empezar por limpiar el vaso y el plato por dentro.

También nuestra conversación es diferente cuando permitimos que el Santo Espíritu nos guíe:

«Pero fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos; ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acciones de gracias. Porque sabéis esto, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios. Nadie os engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia.» (Efesios 5:3-6).

3) ¿CÓMO ALCANZA LA SANTIDAD EL PUEBLO DE DIOS?

Todo el cielo está dispuesto y preparado para ayudar a todos los redimidos en la experiencia de la santidad.

Dios está dispuesto: «Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación» (1ª Tesalonicenses 4:3).

Es más fácil estar dentro de la voluntad divina que fuera de ella…

Fuera de la voluntad del Señor estamos incómodos día y noche…

Pero estando en su voluntad, estamos en casa…

¿Y cuál es su voluntad?

Que seamos santos, puros, limpios, apartados, separados, diferentes.

Jesucristo está dispuesto: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad… Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.» (Juan 17:15-17, 19).

Jesús no sólo se entregó por nosotros en la Cruz del Calvario para librarnos del justo juicio de Dios que vendrá sobre los hijos de desobediencia, sino que también se entregó para santificarnos:

«Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra.» (Efesios 5:25-26).

Los ángeles están dispuestos: «¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?» (Hebreos 1:14).

Pero ¿estamos nosotros dispuestos?

El Señor está más que dispuesto y preparado para que nuestra santificación sea una realidad, una obra del Espíritu Santo para nuestro bien, el bien de los demás, la extensión del Evangelio y la mayor gloria de Dios.

¿Qué nos corresponde hacer a nosotros?

Obedecer, cumplir nuestro deber, empezando por creer que el Señor es quien nos santifica, pues la santificación, al igual que la salvación, se recibe por la fe:

Escuchemos las palabras del apóstol Pedro ante el Concilio de Jerusalem: «Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio -a los gentiles- dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones.» (Hechos 15:8-9).

Así lo expresa también el apóstol Pablo en Romanos 6:11: «Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.»

Y Pedro se expresa de igual modo en 2ª Pedro 1:2-4: «Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús…Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia.» (2ª Pedro 1:2-4).

Si estás en Cristo Jesús eres participante de la naturaleza divina…

Y esa naturaleza es santa…

CONCLUSIÓN:

Voy a concluir con una palabra del apóstol Judas, siervo de Jesucristo, y hermano de Jacobo; una palabra muy apropiada para la iglesia de hoy:

«Los sensuales no tienen al Espíritu. Pero vosotros, amados, edificándoos sobre vuestra santísima fe, orando en el Espíritu Santo, conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna.» (Judas 19-21).

El Espíritu Santo es quien nos da el poder para que hagamos morir nuestra naturaleza sensual, estableciendo a la persona íntegra sobre el fundamento de la fe.

Así es como podemos hacer morir lo terrenal en nosotros…

Así es como brota y madura el fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas…

Sin el carácter y el poder divinos, el mensaje de la iglesia se vuelve filosófico, y la vida cristiana puede tener apariencia de piedad, pero en la práctica se negará su eficacia.

¿Cuántos en este día y hora estaremos dispuestos a dejarnos llevar por el Espíritu Santo a la oración del apóstol Pablo por los cristianos de Éfeso?

«Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo… para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones… y conozcáis el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios.» (Efesios 3:14, 16-17, 19).

Amén.

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