Nº 1318– 13 de Septiembre de 2009

Publicado por CC Eben-Ezer en

Todos sabemos que el corazón en las Sagradas Escrituras no es solamente la víscera cardíaca, sino que frecuentemente hace referencia a la conciencia en el sentido más hondo del término; es decir, la fibra más profunda del ser del hombre.

Dios espera de nosotros que nos presentemos ante Él no con aires triunfalistas, sino, antes bien, con el corazón desgarrado, contrito y humillado.

El mayor de los mandamientos del Señor se resume en amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y nuestras fuerzas, y a nuestro prójimo de igual manera.

El perdón que Dios nos da para que perdonemos ha de ser dado igualmente con todo nuestro corazón, y la visión de Dios no es prometida a los sabios y a los entendidos de este mundo, sino a los limpios de corazón.

Para nuestro bendito Señor y Salvador, la definición del hombre radica en el lugar que ocupa su corazón, o mejor dicho, en su contenido: Donde este nuestro tesoro, allí estará nuestro corazón. De donde se desprende que el objeto de nuestro amor es el que revela quiénes somos realmente.

Frente a “pienso, luego existo”, la Sagrada Escritura nos propone más bien “amo, luego soy”. Y como decía Gregorio Niseno: “Nuestro Creador nos ha dado el amor como expresión de nuestro rostro humano.”

De manera que en la estructura del ser humano, la primacía jerárquica le pertenece sin ninguna duda al corazón.

Dios siente lo que significa un corazón humano en el corazón encarnado de Jesucristo.

Por eso es que nuestro amor a nosotros mismos, en exclusión de los otros, arroja a Dios del corazón del hombre. Y como decía Kierkegaard, “el corazón de Dios es un agregado de corazones pequeños, de pequeñas eternidades de gozo.”

De modo que cuando el hombre le dice sí a Dios, entonces el Espíritu Santo nos visita para hacer morada con nosotros, para llenarnos hasta rebosar y convertir nuestro corazón en altar del Bendito.

Mucho amor y mucho corazón. 

  Joaquín Yebra,  pastor.

 

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