Nº 1403– 1 de Mayo de 2011

Publicado por CC Eben-Ezer en

La discusión de los discípulos durante el camino a Capernaum, sobre quién de ellos sería el primero, no terminó con la intervención de Jesús. Ha continuado durante el curso de los siglos y sigue en nuestros días. Es la discusión que contiene la clave de la historia de las divisiones y cismas de la Iglesia de Jesucristo.
Esa disputa no pequeña ha ido creciendo y desarrollándose hasta la formación de tantas denominaciones como las que en nuestros días existen y escandalizan a propios y extraños. Es la más evidente manifestación de la ambición implacable de quienes no entienden a su Maestro, de quienes no quieren escuchar a Jesús.
Por eso no se enteran de lo mucho que el Maestro va a padecer en manos de los hombres; que va a ser crucificado; que va a resucitar de entre los muertos, y va a volver al seno del Padre, de donde vino. No van a enterarse porque no les preocupa realmente dónde vaya a ir su Maestro, sino su posición respecto a Él, en quien sólo ven una fuente de poder.
Quieren estar cerca de Jesús, no porque prime en ellos el amor a su Maestro, sino porque asimilan cercanía con poder, con autoridad, con la fuerza que siempre anhela el hambre de dominación del corazón vacío del hombre.
Tras el bautismo con el Santo Consolador en aquel Pentecostés, cuando se cumplió en ellos la promesa del Padre, dejaron de preocuparse por su posición, y se dedicaron a proclamar el amor de Dios que excede a todo conocimiento.
Cuando el Santo Espíritu de Dios llena el corazón, desaparecen las comparaciones, la competitividad, las luchas intestinas, los sentimientos de inferioridad y de superioridad… Se disipan los rasgos políticos de los hombres y mujeres que constituyen la religión organizada.
¿Cuántas veces nos habrá preguntado Jesús por medio de su Espíritu sobre qué discutíamos en el camino? Ellos callaron, avergonzados… ¿Y nosotros?
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.