Nº 1415 – 24 de Julio de 2011
Nicódemo se acerca a Jesús de noche; lo mismo hacen muchos otros religiosos que temen ser asociados al carpintero de Nazaret, y le visitan envueltos en las sombras para no dañar su reputación. Los hay hasta el día de hoy.
Son las mujeres de la calle las que se aproximan a Jesús sin temores ni vergüenzas, sin tapujos ni escondites.
Discípulas y prostitutas: las que le siguen desde Galilea sirviéndoles con sus bienes, y la que entra en medio del banquete para ungirle pies y cabeza con un perfume costoso; y la que osa tocarle los flecos de su manto en la esperanza de ser restaurada.
Ninguna de ellas se oculta, ni repara en el gasto, por cuanto el amor verdadero nunca calcula.
Una de ellas llora y lava los pies de Jesús con una mezcla de ungüento y de sus propias lágrimas. Derrama su corazón, y por eso no repara en lo que puedan decir de ella los que sólo contemplan, los mirones dispuestos a juzgar porque no saben amar.
Otra de ellas jadea y solloza porque ha logrado llegar hasta el Maestro y tocarle el borde de su manto.
Mientras tanto, el religioso de buena reputación, decente de toda la vida, no puede participar del gozo de la mujer, porque sus prejuicios no se lo permiten.
Cree que sus manos son más puras que las de la mujer pública, y seguramente se siente arrepentido de haber invitado a Jesús a su mesa, particularmente en vista de la clase de compañía que suele venir con el Maestro.
No podemos invitar a Jesús a nuestra casa, y rechazar a los que comparten su entorno.
No podemos querer ser perdonados y no pasar a formar parte de los otros perdonados.
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.