Nº 1419 – 21 de Agosto de 2011

Publicado por CC Eben-Ezer en

Una mujer samaritana le preguntó a nuestro bendito Señor Jesucristo dónde era el lugar mejor para adorar a Dios, si en su templo samaritano de la ciudad de Sebaste o si en el templo hebreo de Jerusalem.
Eran dos ciudades coronadas por sendos montes, y en la cumbre de cada uno de ellos había un templo, un lugar sagrado, dedicado al culto a Dios.
La respuesta de Jesús fue sorprendente por inesperada: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Juan 4:23-24).
Dios no se encuentra en ningún espacio exterior. No está en Jerusalem, ni en Sebaste, ni en el Vaticano, ni en algún templo en el Tibet, ni en la Primera Iglesia Evangélica Bautista de Dallas, Texas, ni en Eben-Ezer-Vallecas, ni en medio de la selva.
Dios no es un objeto exterior. No es “cosa”, por cuanto no es “cosificable”. No es un “algo” que podemos encontrar un día afortunado, sino “alguien” que nos ama desde antes de la fundación del mundo, y que nos llama a experimentar un encuentro con Él.
A menos que nos convirtamos a Él, nunca le vamos a encontrar. De manera que sería más correcto hablar de “ser hallados por Él y en Él”, antes que la osadía de creer que nosotros somos capaces de hallarle.
Sólo transformándonos en conformidad con su semejanza expresada en su Palabra Encarnada, es decir, en Jesucristo, podremos encontrarle.
Por eso es que Jesús, para mostrarnos a Dios, nos interpela diciéndonos: “Venid a mí todos.”
Mucho amor.
Joaquín Yebra, pastor.